Dienstag, 25. September 2012

Eloísa Cartonera / Edmundo Bejarano

Acabo de recibir un email de Washington Cucurto en el que me pide que cuente mi relación con Eloísa 


Tengo un recuerdo en la cocina a media luz de Timo en el barrio de Neukölln, a comienzos del 2000, al norte de Berlin. Donde Washington con una sonrisa amplia y simpática me pasa unos libros de cartón, afuera caía la nieve sin parar. Yo acaricie las tapas gruesas y duras, pintadas con acuarelas de muchos colores, un objeto poético, pensé, materialmente noble.
Esos libros habían salido de un proyecto cooperativo que se dedica a editar libros de manera artesanal, con el cartón comprado a los cartoneros en la vía pública, indudablemente venian de una vocación de servicio y de una de las crisis mas atroces de la otra orilla del mundo.
Esa noche descubrí escritores que iban a cambiar mi vida para siempre, autores como Reinaldo Arenas, Ricardo Zelarrayán, Enrique Lihn, Nestor Perlongher, Fabián Casas  y el mismo Cucurto entre otros. Todos autores laterales absolutamente maravillosos que iban a irradiar luz en el frío invierno de estas praderas nórdicas. Esto nunca lo voy a olvidar.
Con el tiempo nos volvíamos a encontrar en distintos lugares del mundo y Cucu, para mi dicha, siempre me pasaba los libros que iba publicando. Tampoco voy a olvidar aquel encuentro en la pizzería con televisor del barrio 11, mientras yo esperaba matando el tiempo con un partido de Huracán, preguntándome a quien había publicado esta vez, de repente aparece él con una sonrisa implacable y sin decir ni una sola palabra, me pasa libros de cartón de Andrés Caicedo, a mi me dio en la cabeza un travelling en slow motion, como si Thor me hubiese dado el martillazo de la alegría... También me dio unas ganas inmensas de leer. 
Ahora tengo muchos libros de Eloísa Cartonera y me parecen de una belleza única, porque cambian mi relación con la literatura y el mundo.

Dienstag, 18. September 2012

Washington Cucurto

                                                                             Foto: Edmundo Bejarano

No aguanto más y no puedo hacer nada.
Si me voy, me moriría.
Cualquiera póngase en mi lugar,
soy hija de nada, no tengo hermanos
ni nada en que apoyarme…Y
estas turulas de los locales vecinos
me envidian mi tonta belleza
artificial de aro y hojalatería
preciosura que acá, entre tantas luces y
guirnaldas, es como la de un renacuajo.
Y estas tontas me envidian, pobres,
merecedoras son de lástima, no tienen vianda
y están dos escalones mentales debajo
de mí que no llego ni a tres.
Aun así, estoy en desacuerdo con Humberto,
ningún motoquero daría en el blanco conmigo.
Y así, es verdad, no soy la ladrona de ladrillos
que construye su casita en un pueblo muerto
del Conurbano, sin luz, ni gas, ni agua.
No señor, me llamo Romina, tengo 18
años, soy vendedora del Once y me hago cargo
como puedo de esta fantasía real alucinada:
delante de la vidriera la dueña soy yo.
Yo vendo para mí.
Sí, me encanta que les pongan bombas a estos
judíos platudos. Ojalá le pongan una al local
donde estoy y que volemos todos a la mierda.
¡Qué plato sería! Salir en el noticiero hechos mierdas por judíos.
Yo los re denuncio, salgo diciendo que no tengo hora de almuerzo
y que trabajo hasta las diez de la noche.
Los mando al frente, si quedo viva, claro.
De 8 a 10, corrido.
De 8 a 10, la sepultura.
De 8 a 10, el bajón total y la entrega absoluta.
Pero, ¿qué puedo hacer?
Si me voy, me moriría.